Una lata de aceite y un palo de escoba.

Estos fueron los elementos que permitieron que Francisco Canaro comenzara sus casi seis décadas de ininterrumpida y extraordinaria actividad profesional. 

Oriundo de San José de Mayo, Uruguay, Francisco Canaro había nacido en la pobreza extrema, y alcanzaría una de las fortunas más grandes que un músico de tango hubiera tenido. Sin recibir ningún tipo de educación tradicional, se consagraría de adulto como el máximo representante de la academia y el rigor profesional. Se construiría a sí mismo sin referentes y alcanzaría el éxito absoluto. Su nombre figuraría en todos los libros sobre historia del tango.

Todavía siendo niño, y ya establecida su familia en Buenos Aires, trabajaba de aprendiz en una fabrica de envases de aceite en la esquina de las avenidas San Juan y Entre Ríos. Con los pocos centavos que hacia por día, ayudaba a su madre a alimentar a sus hermanos y se abría paso en el gran conventillo de la vida. 

Le gustaba la música, y en especial el sonido del violín, pero no tenia chances de recibir ningún tipo de educación u orientación en la materia, dependía únicamente de su intuición. Pero no daba ni para comer todos los días. Mucho menos para comprar un violín.

Fue así que tuvo la idea de construirse el suyo propio, con esa lata y ese palo, y comenzó intuitivamente a pasar sus horas de juego escudriñando entre los variados ritmos que llegaban con los inmigrantes y se mezclaban con los de la estirpe rioplatense.

Desde ese momento abandonó para siempre la idea de volver a sus trabajos previos: vender diarios, lustrar calzado, repartir volantes, changuear, hacer mandados entre mercados, ser empleado en una joyeria, albañil, pintor de brocha gorda.

Su camino estaba ahora trazado, y no tenía fin.