Ángel D’Agostino cultivó una gran amistad con el poeta Enrique Cadicamo, como fruto de las largas noches de juego y soltería en las cuales coincidían.
Existe una anecdota que cuenta que, de jóvenes, los dos mujeriegos hicieron un pacto: juraron no casarse nunca.
Cumplidos los 50 años, Cadicamo rompió dicho pacto y se casó con una joven veinteañera. Desde ese momento y para siempre, D’Agostino le retiró el saludo y no le habló nunca más.