EL SANGUCHITO TRIPLE
Federico tiene dos oficios: es payaso y bailarín de tango.
Cada mediodía amanece en su tráiler, se calza sus pantalones verdes y sus All-Star rojos. Desayuna un licuado de banana y frutilla, que le deja un prominente bigote rosado. Se coloca unos auriculares gigantes de color amarillo, que le cubren casi por completo los costados de la cabeza, reproduce un casete de Donato-Lagos en su walkman y se dispone a hacer sus tareas diarias en el circo. Encera las trompas de los elefantes, entrena a las pulgas acróbatas, repasa con un pincel las rayas de los tigres y riega las flores de goma. Al culminar sus tareas, y solamente aquellas noches en las que no hay función, se prepara para ir a la milonga.
Va pedaleando en su monociclo por la vereda, esquivando a un sinfín de transeúntes molestos. Al llegar, estaciona su vehículo en el techo del auto de algún milonguero tempranero, fijándolo con una gelatina pegajosa verde casi imposible de sacar. Algunas veces aparece en la milonga con el traje de payaso. Cuando la gente le pregunta por qué, explica que el chimpancé con el que vive le escondió otra vez la ropa de tango y todavía no pudo encontrarla.
Para cambiarse los zapatos, se sienta sin pedir permiso en la falda de alguna señora -que siempre termina escandalizada a los gritos- y se coloca unos enormes botines rojos y brillantes de puntas desproporcionadamente gordas que dificultan enormemente a las bailarinas. Para invitar a bailar, hace equilibrio en un pie sobre la copa de su candidata o se esconde detrás de ella con una bocina metálica y la sorprende con un estridente bocinazo en el oído.
Baila dominando pelotas de goma con la pierna libre y sostiene globos de colores en la mano de la toma. Al final de cada tanda, permite que su compañera elija uno y se lo regala. Sus figuras preferidas son “el saltito con helicóptero”, “la sentadita”, “la vuelta del perro” y una creación propia: “el sanguchito triple”, que consiste en repetir tres veces el sanguchito clásico, intercalando un pequeño saltito entre cada repetición.
A las que bailan en abrazo cerrado con él, les hace cosquillas en la oreja con su nariz de goma, y les deja rastros de maquillaje blanco en la cara. En medio de la tanda, en el espacio entre tango y tango, cuenta un chiste de unos diez segundos que siempre corona con un “¡Yupiiiii!” antes de retomar el baile.
Prefiere las tandas de Donato y Canaro viejos, y las milongas más rápidas. Sus tangos preferidos son “El monito”, “Tortazos”, “El hipo”, “Haragán” y “Al mundo le falta un tornillo”. Cuando le toca ser DJ, usa como cortinas canciones infantiles como “El payaso Plim Plim” y “Cucú cantaba la rana”.
Por un tiempo intentó organizar su propia milonga, pero sus payasadas constantes rompían el ambiente milonguero.
Un señor se fue a sentar en su silla luego de bailar, pero alguien se la había cambiado por una de cartón, con lo que el hombre se cayó al piso redondo. Federico aparecía de un salto con los brazos en alto frente al caído y gritaba “¡Yupiiiii!”. Otra vez, una señora fue al baño y, al apretar el botón de la cisterna, un chorro de agua le saltó directo en la cara, empapándola. Algunas veces escondía en lugares dificilísimos los zapatos de las señoras más mayores, las cuales se tenían que ir de tacos a sus casas, entre protestas.
En el sorteo de cada milonga rifaba matracas, papel picado, paquetes de brillantina y unas trompetitas de plástico que hacían un ruido insoportable, y que los más entusiastas hacían sonar siguiendo el ritmo de las tandas de D’Arienzo. En los cumpleaños, preparaba pequeñas tortas de merengue, pero en lugar de servirlas, las aplastaba por sorpresa contra la cara de algún milonguero desprevenido. En las exhibiciones, les tiraba tomates a los bailarines y derramaba aceite en algunos sectores de la pista para que se resbalaran y cayeran.
El chiste final llegó cuando, como todas las semanas, anunció su milonga y la misma no existió. Cuando la gente llegó al local, se encontró con que las puertas estaban cerradas, todas las luces apagadas, y lo único que había en la fachada era un enorme cartel colgando entre globos y serpentinas que decía simplemente: “¡Yupiiiii!”.
Ese fue el fin de su breve carrera como organizador.