El cartón, enganchado con palillos en el borde del mantel, se mueve con cada ráfaga de viento que sopla desde la rambla de Trouville.
El hombre ahora mira alrededor, otra vez. Se pasea alrededor de la mesa con la tranquilidad de un vendedor de pilas y mallas para relojes. Las manos en sus bolsillos, gastadas de entrar y salir de los bolsillos, con una lentitud agotadora de ver.
Da un paso, luego otro, se acerca a la mesa, saca su mano izquierda y acomoda una de las mallas.
Vuelve la mano al bolsillo. Da un paso mas, encuentra con sorpresa adentro del bolsillo una pelotita de papel, en el fondo. Aprovecha la oportunidad para ir hacia la papelera de la parada de ómnibus, a la menor velocidad posible. Al llegar, deposita el papel con mucho cuidado en el tacho, y emprende su retorno de tres metros.
Acomoda la reposera unos centímetros. La mira con cuidado. No le convence. La vuelve a acomodar. Siente una mirada que lo penetra. Alguien lo observa. Ya es demasiado tarde, ya se inició el movimiento. Ahora se tiene que sentar.
Lentamente se sienta, dejando ver sus calcetines de lana arrugándose bajo el pantalón verde oscuro.
Ahora no sabe que hacer con las manos. Procura acomodarse alguna cosa, pero termina nuevamente con la silla, unos centímetros mas para la derecha. La gente le pasa por delante y por detrás. En la siguiente acomodada entiende que es momento de volver a pararse. Una pequeña hoja se pasea entre las mallas. Se levanta decidido ya con su brazo izquierdo pronto, fuera del bolsillo, y retira la hoja, seguro de haber hecho bien. La observa volar de regreso hacia el árbol.
Mira alrededor. Nadie lo mira, pero el no lo sabe. Procura ocupar su jornada volviendo a acomodar el mantel o ajustando algún reloj con la hora de algún lugar lejano para luego depositarlo en la mesa. Los días pasan, todo sigue igual. El vendedor de pilas y mallas cumple con su labor.